06 noviembre 2008

Sal y limón

Esta es la historia del momento en el que despiertas de un largo sueño y te das de bruces con la cruda realidad.
Tú, persona anodina y anónima, que vives y mueres basándote en pequeñas metas que superar con iguales recompensas, eres el vivo reflejo del personaje medio del mundo. Del mundo occidental.
Presta atención, porque esta es tu historia. Si no te ves reflejado en ella, alégrate. Pero quizá llegue un día en el que sientas que estoy diseccionándote, que cada palabra que parpadea ante tus ojos habla de cada poro de tu cuerpo y cada neurona de tu mente. Que estoy describiendo un estado de ánimo que te abruma, que te solivianta pero que, al mismo tiempo, te adormece y te domestica.
Amargura. Sal y limón.

El primer síntoma se detecta nada más levantarte por la mañana. Abres y cierras los ojos, remoloneas un poco y, ya en pie, practicas el rito habitual de encenderte un cigarrillo, pasar por el baño y buscar la ropa que vas a ponerte. Sólo que hay algo que falta en todo ese movimiento, un vacío inexplicable que te ralentiza y provoca que no cantes ni tararees tu canción preferida.
No tienes un motivo por el que estar levantado. No lo encuentras, no sabes dónde buscarlo.
Lo haces por mera inercia, para no pasarte las horas tumbado en una cama sin saber qué hacer, con pensamientos demasiado oscuros acechando tras cada recoveco, desesperado por evitarlos a toda costa.
Sabiéndote carente de algo importante, incapaz de hallar algo en tus quehaceres que realmente pueda rellenar el hueco de la desazón, te limitas a resoplar furioso y con ganas de rebelarte contra el mundo. Algo o alguien debe pagar por tu desgracia. Algo o alguien debe hacerse responsable de esta sensación que emana de la boca de tu estómago, flotando como una nube sin viento, siempre presente, siempre constante. Una sensación que combina ansiedad, rabia y culpabilidad.
Porque, en un momento de lucidez, comprendes que nadie tiene la culpa. A nada puedes endosarle el motivo de tu estado. Ni siquiera cuando todo se te viene encima de golpe, puesto que son instantes -rachas lo llaman algunos- que no están sujetos a los añejos hilos de las Moiras como antiguamente se creía. Ahora más que nunca, no puedes permitirte el lujo de creer en el destino.
Así, sabiendo que no puedes culpar a nadie, terminas asumiendo que tus males son sólo cosa de ti mismo, que la sal y el limón no te los ha procurado nada ni nadie: provienen de tu interior. Son todo tuyas. Ahora comprendes por qué te sientes la mínima expresión de lo que puedes ser. Pero pese a que el conocimiento contribuye a comprender tu situación, y comprender tu situación es el paso primordial para el movimiento, algo te impele a quedarte quieto, a limitarte a gruñir a todo aquél que ose acercarse demasiado.

No te sientes preparado para escuchar a otras personas. No aguantas lecciones de nadie, no soportas que nadie intente animarte o aleccionarte, es más, cuando alguien cercano quiere contarte historias de otros que están o terminaron bien sientes que no es tu caso y reaccionas airado, furioso y desproporcionado.
Sólo quieres (puedes) ver tu mierda. Tu rabia. Tu oscuridad. Sal y limón.
Antes o después escucharás que podrías estar peor, que deberías sentirte afortunado. Que tienes cosas que no valoras, que posees valores tangibles que otros no pueden permitirse. Pese a las buenas intenciones, sólo consiguen que te sientas doblemente mal, no sólo por tu situación sino porque, encima y además, te descubres egoísta, inmaduro y caprichoso porque, pudiendo estar tan mal como están otros, no puedes evitar sentirte jodido. Te duele que tu escala de valores sea frágil e insolentemente acomodaticia, cobardemente conservadora.

Huraño, malencarado, desmotivado y apático, tocas fondo. No puedes continuar por esa senda, el camino está cerrado. No hay nada más allá. Envuelto en sombras, no sabes muy bien hacia dónde caminar para palpar la pared que te permita volver sobre tus pasos y encaminarte hacia la luz. Esa luz al final del túnel que ves tan alejada. Mientras, ruina y desesperación.
Y nadie puede comprenderte. Nadie salvo aquellos que están como tú, pero ni siquiera ellos servirán como consuelo de tontos: cada loco habla de su tema y no quiere saber nada del de los demás.

Sólo quieres salir de esa situación que te quema, te desespera, te enloquece. Para ti es importante; no, crucial. Entiende, sin embargo, que es un camino que debes recorrer a solas. Y no porque al resto del mundo no le importen tus motivos -o no los entienda- sino porque tal y como llegaste hasta este punto en solitario, a solas desde aquí debes partir.

Lo bueno es que todo tiene un principio y un final y todo ocurre antes o después -según-. Que todo cuanto ocurre no cae en saco roto y que, como poco, habrás aprendido algo más sobre la persona más difícil de conocer de todas: tú mismo.
Mientras tanto... sal y limón.

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