06 noviembre 2007

Pepiño


No me gusta meterme en trasuntos políticos. Durante una época de mi vida me gustaba mucho debatir ideas, pensamientos y estrategias. Lo veía como algo utópicamente hermoso, un desempeño destinado a mover todo un país hacia algún lado, según quién manejara el timón. Ya hace tiempo que la venda se cayó de mis ojos y descubrí lo que hay realmente.

Es una actividad fea, demasiado pendiente de la galería, de transmitir una imagen diferente a la que se posee en realidad.
Un "trabajo" por el que vivirán mucho más que decentemente (a costa de los impuestos que pagamos todos) personas que, en algunas ocasiones, en otros campos laborales jamás llegarían a nada.
Una "profesión" en la que se debe mentir por sistema.

Se miente a la prensa cuando pintan bastos para sacarse marrones de encima.
Se miente a los adversarios para no darles todas las opciones.
Se miente a los supuestos amigos para posicionarlos en el ambiente que más interesa.
Por mentir, son capaces hasta de mentirse a sí mismos para persistir en la creencia del "bien común", que no es otro que el propio.

Nadie está libre de estos estigmas, ni derechas ni izquierdas, ni nacionalistas ni globalistas. Creo sinceramente que para ser un político de poltrona necesitas tener la capacidad de decir cualquier estupidez y que todo el mundo te mire asombrado, para bien o para mal. Cuanto mayor sea la estupidez, y más simplista, mejores resultados producirá.

Es superior a mí. Hoy, al menos, no puedo contener mis dedos a la hora de aporrear el teclado por mucho que mi mente intenta distraerme con otros temas que, en realidad, son mucho más importantes que poner a caldo a un pobre diablo que no tiene culpa de ser como es. Hoy hablaré de políticos. De uno en particular.
El tema tabú. Lo más fácil, después del fútbol, para caer en fáciles maniqueísmos "yo bueno", "tú malo" y "él, peor aún".

José Blanco, alias Pepiño, es un hombre que, como buen político y como algún otro ejemplo bien visible, moriría asaeteado por mil teas antes que admitir un error.
Es un autoproclamado portavoz (en realidad, su puesto es uno que se llama Secretario de Organización) que no tiene voz, siendo en realidad como la Boca de Sauron: un mero comparsa que transmite con su inconfundible acento y mala pronunciación la voz del amo. En eso no se diferencia de otros portavoces, la suya propia queda anulada siendo la del superior más importante y, por lo tanto, la que realmente cuenta.
No me gusta.
No me gusta que alguien que gana 6.000 euros al mes (y "no le supone un problema decirlo") por la cara, intente dar lecciones de moral al resto. Un político no tiene que vivir como sólo unos pocos pueden hacerlo, y menos cuando cualquiera con suficientes dosis de "lameculismo" o "que-hay-de-lo-mismo" puede llegar al cargo.
No me gusta que alguien que no tiene estudios superiores quiera imponerse a otros que se han preocupado en quemarse las pestañas estudiando y, por tanto, adquiriendo más conocimientos (sean útiles o, como en realidad sucede la mayoría de las veces, no lo sean).
No me gusta que un engreído con suerte que, sin embargo, sabe hacer muy bien ciertos trabajos se crea con la eminencia de señalar con el dedo a otros que, si no se lo han trabajado, no son peores que él.
No me gusta que un hipócrita acuse a los demás de hacer lo que él mejor sabe: echar balones fuera cuando las cosas no va bien, o incluso soltando una ocurrencia poco original.
No me gusta que un personaje público cometa tantos errores disfrazados (ya no saben cómo) de "lapsus".

No me importa bajo qué partido se acoge. Diría exactamente lo mismo de él si estuviera en el de enfrente o en el de más allá. Por encima de ideologías o maneras de pensar está el carácter humano, y para mí, según mi manera de entender, José Blanco no merece estar donde está.

Dicho queda. Otro día, leña a uno del otro lado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario