22 noviembre 2007

Orgasmos

Rescato uno de mis clásicos:

No existen dos personas iguales, ni todos los orgasmos son similares. En contadas ocasiones, cuando la excitación y el entorno convergen juntos en un alarde de magia y frenesí, el éxtasis alcanza cotas inimaginables.
El momento previo se anuncia provocando mayores dosis de placer. La respiración comienza a entrecortarse, a acelerarse progresivamente, mientras la pelvis se mueve rítmicamente con frenesí, a un ritmo cada vez más alocado. La visión comienza a fallar, quieres fijar la vista en un punto pero algo superior te lo impide, mientras una corriente que produce un placentero cosquilleo arranca de la zona sexual. Sientes que pronto llegarás al clímax y, aunque intentas prepararte para el momento culminante, jamás llegas a abarcarlo en su totalidad, en esa inmensidad que te acerca al éxtasis mismo, a poder mirar con tu ojo interior la mismísima cara de los dioses.
Deseas refrenarlo, ansías poder ponerle bridas al placer, ralentizarlo para que no sólo dure una treintena de segundos que parecen milésimas, sino más, mucho más.
Quieres reír, llorar, gritar, las fuerzas del universo entero están fijas en ti en ese preciso instante en el que todo a tu alrededor carece de sentido.
Ya llega.
Notas cómo la sangre se agolpa paulatinamente en tu cabeza con una fuerza incalculable, dolorosa, y cuando crees que vas a estallar es entonces cuando tu espíritu, tu alma, se evade hacia un plano distinto mientras los sonidos a tu alrededor se distorsionan, reverberan en miles de ecos o simplemente desaparecen. La vista falla, ves una poderosa luz blanca que lo inunda todo para posteriormente quedarte a ciegas durante unos instantes debido a que tus propios ojos desean también abstraerse de la realidad y tratan de enfocar tu propia mente, quedando en blanco para quien sea un afortunado observador.
Pierdes por completo la noción del tiempo, del espacio y sobre todo de ti mismo, pues en ese lapso de tiempo te has convertido en un ser primario que reacciona a impulsos desconocidos y sin sentido alguno, de los que no eres consciente.
En lo más alto del clímax la cabeza da vueltas vertiginosamente.
Nada existe a tu alrededor, todo es extraño pero poderoso, ajeno pero a la vez íntimo, irreal pero capaz de englobarlo todo de ti, doloroso pero sumamente ansiado.
Una verdadera explosión de percepciones, una descarga eléctrica sin precedentes, un irrefrenable y maravilloso torrente recorre cada milímetro de tu ser. Todo ello trastoca los límites de la condición humana y conduce al cerebro a la más absoluta locura, imprimiendo órdenes inconexas que provocan espasmos musculares, evoca imágenes y sensaciones sin sentido coherente e incluso lleva a pronunciar palabras en un lenguaje incomprensible. Al mismo tiempo, una idea fija se abre paso desde un lugar desconocido de tu conciencia: saborea este momento.
Sí, sí, oh sí... deseas saborearlo, paladearlo, exprimirlo hasta el último momento.
Viajas a un mundo desconocido en el que percibes tu cuerpo de un modo distinto, donde la sangre fluye de manera que sientes cada latido, cada vena y arteria contrayéndose y dilatándose, la nada más absoluta reina a tu alrededor debido a que tanto tus ojos como tus oídos dejan de funcionar. Eres lo más parecido a un vegetal en éxtasis hasta el momento en el que recuperas la consciencia y vuelves al mundo real, allí donde habías dejado tu cuerpo.
Pequeños espasmos involuntarios te sacuden todavía. Recorres con la lengua la cara interior de tus labios, donde aún se conservan los últimos restos de placer, echando ya en falta lo que hace tan sólo milésimas de segundo sumía a tu cuerpo en el más absoluto descontrol.
Abres los ojos, a los que inicialmente les cuesta enfocar correctamente, y todo tiene un cariz diferente, un matiz propio. Completamente inmóvil, permaneces con una mueca lo más parecida a una sonrisa demente y extasiada. Poco a poco, la cabeza intenta retornar del océano de sensaciones en el que estaba sumergida. Los sentidos se recuperan en una dulce transición en la que cada nueva percepción es contemplada como un milagro.
En sí mismo, todo el proceso merecería tal honor.
Si existe el Paraíso, sin duda lo has llegado a rozar con la punta de los dedos. Tu mente, tu alma, durante unos brevísimos pero incalculables instantes, ha abandonado tu carcasa de carne y ha volado libre hasta recodos inimaginables.
Sólo entonces, eres capaz de exhalar un profundo suspiro, renovando el aire de los pulmones que, hasta entonces, han participado en la experiencia reteniendo el aire todo el tiempo.

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